sábado, 20 de enero de 2024

136 ANIVERSARIO DEL AÑO DE LOS TIROS - 4 de febrero de 1888 - 4 de febrero de 2024

 … las gasta buenas la Compañía!!

ᑕᗩᑭITᑌLO 1 – LOS VENCIDOS - 1910

 El periodista socio político Manuel Ciges Aparicio (Valencia, 1873) se traslada hasta las minas de Rio Tinto para escribir sobre el hundimiento del pueblo de Riotinto en enero de 1908. 


Antiguo pueblo de Riotinto sobre 1883

"A falta de mejor refugio, el curioso viajero tiene que acogerse al Círculo, donde los camareros dormitan. Frente a frente están las calles derribadas; más allá, los hombres trabajan como pigmeos en las tareas de la «corta». En medio de tanto ruido, el Círculo retiembla levemente. Luego aumenta la trepidación, y de la ventana próxima caen sobre mí granos de cal y de arena. ¿Estaré seguro? En el pasado desastre, al Círculo también le tocó lo suyo, y ahora contemplo con recelo la gran grieta que baja por la ventana dividiendo el edificio en dos mitades.

- ¿Por qué retiembla tanto la casa?-pregunto a un camarero que despierta.

- No sé. Quizás barrenos de la contramina.

- La casa ha debido de retemblar tanto, que un temblor más no la derribará; pero la prudencia me ordena salir pronto... ¿Adónde voy?... Lo único que a estas horas puede distraerme son los trabajos de la «corta». Aun a riesgo de que los guardas me expulsen por tercera vez, recorro las calles que desplomó el hundimiento.



Calle Sanz. La mina devora al pueblo. 1908 aprox.

- Allá, al término, junto a la ancha sima abierta para hurtar a la tierra su cobre codiciado, quedan los tristes restos de una casa, y a su sombra encuentro a un hombre tiznado que fuma contemplando a la gente que en la «corta» trabaja. Es un mecánico que espera a la sombra de las ruinas las averías que ocurran en las locomotoras de aquella sección, para ir a repararlas.

- ¿Me permitirá estar aquí?- le pregunto.

- ¡Por mí... ! Tenga cuidado con los guardas... ¿Quiere ver los barrenos?          

- ¿Disparan esta tarde?

- Ya no pueden tardar; a las seis.

- ¿Dónde?

- Allí; frente a nosotros.

Durante diez minutos me va explicando hasta dónde llegaba el pueblo años pasados y hasta dónde la montaña que están cortando. Para extraer el mineral fueron derribando casas, y en su lugar ha quedado un gran vacío, la ancha sima que ahora nos separa del monte donde van a disparar los barrenos.

- Por este sitio- me dice indicando un punto de la sima- ocurrió años pasados una cosa muy graciosa... Ahí había una casa habitada por su propietario. La Compañía quiso comprársela, y él no accedió. Le ofreció doble, y nada... El hombre se empeñaba en que le diesen mucho más... ¿Y sabe usted lo que hizo la Compañía?

-Algún disparate.

- Sí, señor; pero que se lo merecía el otro por ambicioso. La Compañía le cercó la casa por doble vía férrea. Los trenes pasaban cada segundo silbando y abriendo las válvulas al confrontar con ella. Entrar o salir era peligrosísimo, y no había hora en que los chiquillos del dueño no corriesen el riesgo de morir aplastados. El hombre se atemorizó, y a los pocos días quiso enajenar la casa por lo que le habían ofrecido. La compañía se hizo la sueca, y siguió lanzando los trenes alrededor del edificio. El pobre señor creía volverse loco entre tantos peligros y ruidos, que no le dejaban dormir. Pidió lo que estrictamente valiese la casa, y la Compañía siguió sorda, y los trenes rodando y rugiendo y amenazando derribarla con el incesante trepidar. ¡Con treinta mil reales tuvo que conformarse! ¿Qué le parece?

- Que las gasta buenas la Compañía.

- Con ella no se puede jugar...

- Los barrenos van a empezar -me dice el mecánico……"

 

 BIBLIOGRAFÍA                                                                 

LAS LUCHAS DE NUESTROS DÍAS – LOS VENCIDOS – 1910 – Manuel Ciges Aparicio


 ᑕᗩᑭITᑌLO 2 – ᑕUENTOS DEL VIEJO ᑕᗩPᗩTᗩZ – 1995

Los hogares nunca perdían el infernal olor a azufre.

Don Minero era el más viejo de todos los mineros que estaban sentados en los bancos de la plaza, de hierro fundido, con las siglas dominante de la empresa explotadora. Tiene muchos años, casi se podría decir que tiene todos los años. Dice que era capataz en Filón Sur, pero nunca pasó de zafrero. Gazapea sobre una descomunal pata de palo, pintada inexplicadamente de colorado. Sobre su desdentada boca le cuelga siempre un gordo cigarrillo mal quemado que lo hace toser hasta el sofoco.


Hubo un tiempo, un largo y penoso tiempo, en el que era prácticamente imposible respirar el aire casi sólido que nos imponían las calcinaciones del mineral.

Don Minero estaba hablando en un tono dolorido. Quiere que su historia sea escuchada atentamente. Hoy cuenta lo que le contó a él su padre en las largas noches de invierno, mientras la lluvia caía insistentemente, y el viento llamaba acuciante a las puertas del barrio de “La Alpargata” donde vivían. Barrio humilde, populoso y jaranero, donde, para mejor disimular la pobreza, se blanqueaban las pequeñas fachadas hasta la exageración y se colgaban latas y tiestos de geranios de los deprimentes ventanucos.

Su padre, minero viejo y silicoso, aprovechaba los pequeños descansos de sus ataques de tos para cumplir con la hermosa tarea de transmitir oralmente el sufrimiento, las luchas, las injusticias y a través de todo ello los logros sociales de Riotinto.

Era una forma inhumana de preparar las piritas calcinándolas al aire libre. La única razón por llamarlo de alguna forma, era el lucro despiadado de la explotación. Y los habitantes del Riotinto perdían la salud, y los campesinos de la comarca perdían sus cosechas ante la pasividad y el consentimiento de las autoridades, que a todos los niveles estaban compradas por el oro esclavizante de los propietarios ingleses.

No se hacía nada para combatir los humos. No se tomaban medidas para reducir los efectos letales de la continua manta destructora, como tampoco se tomaron ni para evitar ni para compensar el hundimiento de parte del pueblo, víctima de la voracidad insaciable de la extranjera compañía explotadora.

Cuando soplaba el viento solano, la extensa y pesada nube de humo la manta, se extendía por el pueblo y por todo el contorno quemando flores, cosechas y pulmones. Había días en los que la manta de humo era tan espesa, sólida, masticable, que no se podía respirar. Entonces, hasta la compañía tuvo que reconocer lo peligroso de la situación, y autorizó a los trabajadores para cuando el sofoco estaba a punto de convertirse en ahogo y en muerte, abandonar los tajos y buscar altura donde el aire permitiera ser respirado.

Las sirenas - el pito- de los distintos departamentos dejaban huir sus lamentos para ordenar la huida solo cuando la manta de humo era amenazante de muerte, y volvía a sonar reclamando la pronta presencia de los obreros apenas la manta iniciaba lentamente tropezando en todos los accidentes del terreno, la marcha hacia otras posiciones condenadas al sacrificio. Por supuesto que la compañía llevaba rigurosamente controlado el tiempo, para descontar de los mezquinos jornales la obligada ausencia del trabajo.

 El Cabezo de las Vacas, el Cerro Salomón, el Cerro Colorado etcétera, se llenaban de obreros y jefes solo unidos por el instinto de supervivencia y el alto de la mesa recogía a las mujeres y niños que subían de la mina huyendo desde las casas o desde las escuelas.

Don Minero hace una pausa, lía sin prisas un cigarro, se lo pone en la boca, lo acomoda a su gusto entre los labios, lo enciende, le da una amplia chupada, y continúa … recuerda muy lejos en su memoria, casi perdido en el mundo de los sueños, como su madre lo sacaba a veces de la cama -la huida había que hacerla en el momento preciso del ataque y este no tenía horas fijas- y lo lanzaba a la calle oscura y angustiada que se iba llenando de fantasmas reales que gritaban mientras corrían en busca de la altura salvadora.

Luego había que esperar a que el lago del espeso humo que ocultaba sepultando al pueblo decidiera retirarse para volver a los hogares que por mucho que se trataran de ventilar nunca perdían el infernal olor a azufre.

Llegó un momento en que ya era imposible resistir más. Los obreros protestaron, los campesinos se unieron a sus protestas y en los pueblos cercanos se organizaban comités para unificar reclamaciones ante las podridas autoridades por las perdidas cosechas y los campos devaluados. Hubo plantes, conatos de huelga... 

Y Don Minero, con los hombros caídos y la mirada baja, hizo un gesto con la mano y se fue alejando, mientras se oía cada vez más difuminado el golpear en las losetas de la plaza su colorada pata de palo.

 

BIBLIOGRAFÍA                                                                 

CUENTOS DEL VIEJO CAPATAZ – 1995 – Juan Delgado López 




2 comentarios:

  1. Calle Sanz o Calle del Perejil, donde desde el siglo xviii se montaba un mercado semanal, antes de la llegada de "los ingleses". En la que que luego fuera Plaza de la Constitución, tristemente recordada por los sucesos de 1888, los zalameños más avisados y los arrieros de la Sierra mostraban su mercancía en tenderetes improvisados o mantas sobre el ensanche de la calle. Su nombre proviene probablemente de los abastos que se vendían allí.

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