Era una noche fría de febrero de 1873. La ciudad estaba iluminada por unas cuantas lámparas de gas que habían sustituidos años atrás a las antiguas farolas que utilizaban grasa de ballena para producir una llama de luz. Una llovizna muy fina mojaba continuamente el suelo de tierra y la niebla empezaba ya a disiparse de la ciudad.
Un carruaje con dos corceles negros esperaba en la puerta de la céntrica calle londinense del número 3 de Lombard Street, sede de la compañía JARDINE, MATHESON & Co dedicada al comercio de telas y opio con China e Indonesia.
En las oficinas del presidente de
la compañía, estaban reunidos varios empresarios y banqueros escoceses, ingleses
y alemanes redactando un documento confidencial dirigido al Ministerio de
Hacienda del Gobierno de España. Junto al crepitar de las brasas de la
chimenea, entre la humareda de puros habanos y las botellas de whisky escocés,
empezaron a firmar uno tras otro, con pluma y tinta negra el escrito de aquel
papel. Una vez rubricado por todos ellos, se secó la tinta sobrante y quedó
sellado y lacrado para no ser abierto por nadie hasta que llegara a su destino.
Sin mediar palabras, Hugh Matheson tomó la carta, avanzó hasta una persona que
esperaba con calma en uno de los sillones de estilo victoriano y se la entregó
a William Macfarlane, empleado de la compañía, que con un gesto misterioso, sabiendo
de antemano qué tenía que hacer con el manuscrito, se la guardó en el bolsillo
interior de su levita, se abrochó los botones dorados, se ajustó su sombrero de
copa y cogió el bastón de paseo.
De repente se abrieron las gruesas puertas
de madera de roble del edificio y cuatro fornidos hombres sacaron a cuesta una
pesada caja de madera forrada por láminas de latón y cerrada con un gran
candado de hierro. La subieron al carruaje que esperaba paciente y la introdujeron
en un departamento secreto bajo el suelo de los pasajeros para ocultarla de la
vista de cualquier observador inoportuno.
En estos momentos empezaba un viaje
secreto, cuidadosamente planeado, por el que se iba a proceder a vender por la
Hacienda Pública española las afamadas Minas de Rio-Tinto, una operación
financiera que cambiaría para siempre la historia económica de España y especialmente
de la provincia de Huelva, que la iba a colocar en la vanguardia de todo el
país a principios del siglo XX.